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Cuando a uno de los novecientos alumnos que abarrotaban el legendario salón de actos de la Oxford University se le ocurrió lanzarle desde los palcos más altos una pelotita de golf, él -Diego Armando Maradona- terminó de complacer definitivamente a quienes lo habían invitado a semejante lugar y fue, en un solo gesto, simplemente él. Tomó la diminuta bocha blanca entre sus manos, se excusó con más ironía que desconfianza -”esto se hace con zapatillas, ojo”- y la hizo juguetear sobre su fino zapato izquierdo una, dos, tres, cuatro, cinco veces, en uno de sus malabares preferidos. El prestigioso recinto, que en tiempos muy pasados, y también muy recientes, recibió a personalidades como Mikhail Gorbachov y la Madre Teresa, Ronald Reagan e Indira Gandhi, estuvo a punto de desmoronarse con la ovación. No sólo aplaudían la habilidad, por supuesto; veneraban, más vale, una actitud: con ese gesto, Diego era absolutamente auténtico en un ámbito distinto.
Como la mayoría de los pasos que Maradona da en la vida, éste tuvo mucho de novelesco. La idea fue de un argentino que estudia en Oxford -Esteban Cichello Hübner, presidente de uno de los dos centros de estudiantes, el L´ Chaim- y rápidamente tuvo eco en el abogado de Diego, Daniel Bolotnicoff.
Los preparativos contemplaron todo, pero no tuvieron en cuenta las caprichosas fechas del fútbol argentino. Por eso, el raid de Diego empezó apenas terminó el partido contra Vélez, el domingo 5 de noviembre por la noche. Poco después de las 20.30, en la misma playa de estacionamiento de la Bombonera, la comitiva maradoniana se embarcó en dos remises, dispuestos al milagro de llegar a tiempo a Ezeiza. En sendos Peugeot 405 plateados se subieron Diego y Claudia, Dalma y Gianinna, Guillermo Cóppola y Daniel Bolotnicoff. En una carrera infernal, lograron la primera meta. El último vuelo de America Airlines les permitió arribar a Nueva York en la mañana del lunes 6, con el margen suficiente como para empalmar allí con el Concorde de la British Airways que -en apenas tres horas y media de viaje- los depositó finalmente en Londres, cerca de las cinco y media de la tarde del mismo lunes. Una van de los organizadores los esperaba y, en menos de una hora, los trasladó hasta el Randolph Hotel, el más importante de Oxford, donde Diego apenas tuvo tiempo para darse una ducha y descansar un poco. Enseguida cubrió los escasos metros que lo separaban del edificio de la Universidad y se preparó para afrontar uno de los desafíos más difíciles. Tanto lo preparó, que la primera parte de su exposición sorprendió al mundo y seguramente, también, al auditorio.
Lo cierto es que, a las 21.25 hora local, enfundado en un impecable traje oscuro y acompañado en el escenario por sus dos hijas -ataviadas con idénticos vestidos celestes-, Diego Armando Maradona inició su discurso de presentación, con una actitud pública que no se le recuerda en todos sus años de protagonista central: lo leyó. Fue un discurso cuidado, elaborado hasta en su más mínimo detalle, pero -quizá por todo eso- carente de la más pura impronta de Diego, característica fundamental de su personalidad. Lo inició, sí, con un toque fuerte, sentido, cuando pidió un minuto de silencio por Yitzhak Rabin: “Lo conocí antes del Mundial 94 y me pareció un tipo sensacional, un luchador terrible por la paz”, diría después. Continuó fundamentando su lucha: “La defensa del jugador de fútbol, con la creación del sindicato”. Lo terminó con un destello emotivo, original: “Con 35 años de edad, me sigo repitiendo como cuando era chico: jugador de fútbol, jugador de fútbol”. A las 21.25 exactas había comenzado, a las 21.50 leyó sus últimas palabras. Entonces, empezó a responder preguntas.
¿La mano de Dios? “Les voy a explicar, les voy a explicar… El tiempo lo cura todo. Lo haría contra cualquier equipo del mundo, es mi forma de ser; siempre busco lo mejor para los míos.” ¿Hasta cuándo jugador? “Si me siento como un chico de 35 años, voy a seguir”. ¿Qué es el gol? “Lo más lindo que tiene el fútbol, el pago para toda una semana de trabajo.” Un estudiante argentino le gritó: “Dieguito, ¿cómo anda Boca?”, mientras su ex compañero del seleccionado, Osvaldo Ardiles, subía al estrado varias veces para ayudarlo en la traducción de las preguntas. Y terminó con el tema de “El gol de la Mano de Dios” al hablar del otro, el segundo: “Fue el gol que cada futbolista quiere hacer cuando sueña con entrar en la historia”. Era la respuesta para la última pregunta, pero a esa hora Diego quería más: “Total, hicimos un viaje cortito, no hay problemas”. Fue entonces que le llovió la pelotita de golf, cuando ya la vieja, legendaria y prestigiosa Universidad de Oxford, creada en 1249, empezaba a rendirse a sus pies. Porque enseguida cayó otra pelota, de las de siempre, las de cada domingo. La durmió en la cabeza, casi apoyada en el mechón rubio sobre el que nadie osó preguntarle nada y estalló en un canto risueño, sólo que con algunos tonos diferentes: “¡Ooolé-olé-olé-olé/Diegoúúú, Diegoúúú!” Le pusieron una tradicional y consagratoria toga sobre sus hombros y su cabeza, y le entregaron el diploma que lo acredita como “Master inspirater” que, según los mismos estudiantes, lo definieron como “maestro inspirador de quienes todavía sueñan”. Dejó que los ojos se le inundaran de lágrimas cuando confesó en quienes pensó, parado en el medio de un escenario legendario, hablando de sí mismo, de su propia vida, ante estudiantes de una de las universidades más célebres del planeta: “En mis hijas… y en mis viejos, que me dieron la educación que pudieron”. (Fuente: Un Maestro. Oxford, Inglaterra. Noviembre de 1995. Publicado en “Conocer al Diego”, Editorial Planeta, 2001.)
Daniel Arcucci, Periodista argentino.
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